Roberto Mouras: supo ganar sin levantar la voz

A diez años de la muerte de un símbolo del TC



La estampa de Roberto Mouras; fue campeón de TC entre 1983 y 1985; ganó 50 carreras







Mojones, marcas, huellas, señales... Y así... Todo lo que permita indicar puntos clave. Referencias únicas. Precisiones.

En nuestra memoria albergamos aquel día cuando dejábamos la mano de mamá para empezar la escuela. O el romántico momento del primer amor imposible con la maestra. O la primera cita cuando todavía el pantalón largo parecía ser de otro. El primer saludo que pintaba orgullo en la cara de nuestros padres; empezábamos a ser hombres... Y así.

En el automovilismo deportivo está el brillo de aquel agosto del milagro de Nürburgring, cuando Fangio obligaba a leer la página más imponente de la Fórmula 1 de todos los tiempos. Se puede encolumnar la otra desigualdad sobre ruedas con Fittipaldi a un lado y los dos autos de Tyrrell con Stewart y Cevert al otro, en Buenos Aires. Y el Donington hecho sopa, cuando Senna en un par de vueltas borraba la oposición y demostraba que los autos podían correr sobre las olas...

Señales. Marcas. Huellas. Y así. En un camino de lobos por lo traicionero, cerca de Lobos, hace hoy exactamente diez años, Roberto Mouras, que sabía que se jugaba la vida, estaba ganando cuando un talud indiferente deshacía su auto de carrera, sin impedir que el muchacho de Carlos Casares, natural de Moctezuma, aliado involuntario de un fatalismo desgarrado, continuaría ganando siempre.

Todavía hoy pienso que la vida de Mouras fue como ofrendada. Todavía hoy, cuando los fuegos de la vehemencia se sofocaron, ahogados. Y los gritos de la intemperancia, enronquecidos, perdieron volumen desvaneciéndose sordamente, para convertirse en una tristeza interminable como la necesidad del hombre pobre.

Mucho antes de entrar en el camino de lobos donde no se podía correr porque no se debía correr allí, la marca de Mouras quedaría estampada en los caminos de tierra de Córdoba, con el GP del Llano, cuando el TC todavía volvía a tropezar con el piso arisco en el que había nacido para volver a ser. En Córdoba, cuando el centro para ir y volver era la dulce ciudad de Laboulaye, pareja sin papeles con el vértigo, desde los tiempos de un apellido gringo que hasta en mismo Fangio pronunciaba con respetuoso asombro. Risatti.

Laboulaye, 1976; una carrera imposible. Convocante de todas las fuerzas disparatadas de la naturaleza. Nieve, lluvia, granizo, barro niebla, frío... Una demanda insoportable, sin concesiones...

Mouras venía de ganar en serie con su auto más famoso: el 7 de Oro. El que preparaban Wilke y Pedersoli. Bahía Blanca, Las Flores (por Monte), Olavarría. La picaresca del camino acuñaba aquello de “invencible”. Las aguas divididas de Ford y Chevrolet por los intemperantes, redoblaban el hervor de la discusión y nadie daba su brazo a torcer.

A Roberto lo seducía aquel GP porque se volvía a la tierra. Al fin y al cabo, Moctezuma, cuando Roberto llegaba al mundo en 1948, apenas si estaba por tener un piso consolidado para acercarse a Smith, cuando todavía eran muy largos los 12 kilómetros con sentido vacilante que la colocaban al norte de Casares. Equilibrada por El Jabalí hacía el este; sostenida por La Dorita hacia el Sur... Tierra. En esa tierra, Roberto diplomaba sus apetitos de muchacho fascinado por los autos. Como lo fascinaban los chicos de la calle... Esa tierra tenía aquel GP. Y encima, tres coches Ford oficiales, con los aguerridos Gradassi, Traverso y Ricardo Iglesias, combinando astucia, empuje y ganas. Todos, bendecidos por Herceg.

Mouras al terminar la primera etapa, por una pinchadura quedaba cuarto, atrás de los tres Ford. Sin elevar la voz, con Oscar Mosteirin, mi compañero fotógrafo por único testigo, él me aclaraba a la noche sin adoptar la confidencia por mensajera: “Puedo descontar los cuatro minutos. No son problema. ¿Sabe cual es el inconveniente? La temperatura. El frío congela el carburador. Y cuando uno quiere cortar, en esas, las mariposas están clavadas por el hielo... No importa; el frío será para todos. Pero le aviso que no estoy vencido...”. El frío que por la noche se descolgaba en Laboulaye opacaba hasta el brillo de la luz.

Frío. ¡Qué frío! Mientras el ruido de los autos estaba lejos, vivíamos en las alcantarillas porque hasta los dedos, aún enguantados, parecían de madera desobedeciendo las órdenes que le daba la cabeza. Niebla, nieve, lluvia, barro, granizo, frío...

El 7 de Oro se adelantaría a los tres Ford. Los cuatro minutos se hacían tres. Después eran dos. Uno. Ni siquiera tirando juntos, Gradassi y Traverso podían contener lo incontenible. Primero postergaría a Gradassi. Traverso, casi a ciegas, se metía en una zanja. Gradassi sentía que el motor se desequilibraba con una pata rota. El 7 de Oro ganaría por más de dos minutos. Y volvería a ganar en Monte.Y en Olavarría. Y a sumar media corona de diamantes consecutivos. Lo que no posee ningún otro piloto de TC...

Ni siquiera dejaba de ganar, 16 años más tarde, en un camino de lobos. Cerca de Lobos.

Por Alfredo Parga
De la Redacción de LA NACION

Un triunfador

Roberto José Mouras comenzó a correr el 9 de marzo de 1969, en el Autódromo Municipal, con Torino. Es una forma de decir; no largó. Los sobresaltos deportivos continuarían en 1970, cuando no se clasificó en Pergamino. Al fin, terminaría 8° en Chivilcoy, el 30 de agosto. No largó en Hughes, abandonando en el GP de 1970, cuando empezaba su vuelo. Y así... Ganó por primera vez en 1976, el 9 de mayo, en Bahía Blanca. Corrió 259 competencias y ganó 50. Fue campeón de TC en 1983, 1984 y 1985.


El 7 de Oro en el GP del Llano, en Laboulaye, en 1976: su mejor carrera; recibe información de Pedersoli


Fuente Diario la Nacion